CARPINTERÍA DE RIBERA, GLORIA DEL MAR COLONIAL

Mar fragante que vivifica el sentimiento y el amor por ahondar en las raíces y mirar el por qué de estos pequeños barquitos que con el vaivén de las olas se adormecen al anochecer. Importante es saber que desde tiempos coloniales Campeche tuvo buenas embarcaciones de constitución ligera y veloz, constituida de pataches y fragatas. Para ello se necesitó del bonito y artesanal oficio de la Carpintería de Ribera.

El mar aunado a la riqueza forestal y a la buena madera abundante en la región hizo posible la presencia del primer astillero en el barrio de San Román en 1650. Madera de jabín fue empleada en estas primeras embarcaciones.

La construcción de barcos de estilo artesanal tuvo su ocaso con los adelantos tecnológicos con la aparición  de máquinas de vapor, sin embargo la carpintería de ribera tuvo un renacer con la industria camaronera que reactivó la economía campechana, una vez que la actividad chiclera decayó.

Hacia principios de la década de los 40´s del siglo XX, se descubrió una embarcación japonesa en aguas carmelitas y a se reveló entonces la veta rica que las aguas del golfo resguardaban.

El crustáceo naranja revivió las glorias de los astilleros y los brazos y manos que daban forma en un plano, luego en madera y calafate, naves de varios metros de eslora, como bien nos describe con sus palabras, el  Sr. Fernando Gómez Sánchez.

Don Fernando, nos recibe en su casa ubicada en la calle 45 del Barrio de Santa Ana, en la antigua Quinta del Sol. En esta estancia afloran los recuerdos que mucho justifican el reconocimiento como Premio San Francisco de Campeche por su denodada labor en la construcción de barcos como carpintero de ribera.

Ejerció de manera empírica el oficio siendo aún muy joven: Aprendí la labor en el Barrio de San Román. Ahí tenía su taller el maestro Joaquín Matos. Tuve antes varios maestros Nato Pacheco y Ramón Romero… En San Román estuve trabajando por donde estaba la policía, enfrente, había varios astilleros.    Tenía de 10 a 12 años.  Pero a los 16 ya hacía yo cayucos. Le dije a mi papa: Yo le voy a hacer un cayuco papá, porque era pescador de altura. 

–“Estás aprendiendo el oficio hijo”

–“Sí papá, pero yo se lo voy a hacer y además tengo el dinero que gané en el Cuyo de Ancona (territorio de Yucatán) compré madera y le hice tres cayucos.  En Isla Arena lo hice.  De ahí los isleños me encargaron uno, dos, tres cayucos más”.

“ ‘Entonces me dijeron no estés aquí muchacho, vete a Campeche’, vine a Campeche y me empezaron a encargar los viveros o veleros, de veinticinco y treinta pies de eslora, en ese tiempo hice uno para mí, y se llamó El Fernando, porque acababa de nacer mi hijo Fernando, eso fue en 1950.  Fue cuando le hice también veleros –como te había dicho– a don Carmen Noj, dueño de esta Quinta del Sol.”

Oficio de tradicional “trazado” (desde hace siglos) consiste en construir una pequeña maqueta a escala, de la cual se sacan en tamaño real todas las piezas del barco. El método aún ahora es invariable, sólo han cambiado un poco las herramientas a utilizar, como la barrena –que ha dado paso al taladro– o el serrucho, que ha sido sustituido por la sierra eléctrica.

“Yo utilizaba una sierra de cinta, sierra de disco, martillo, cepillo, taladros, cepillo eléctrico, muchas, muchas herramientas y de maderas, puro jabín, ¡Jabín sí! Cedro, caoba, pucté, todo eso, hoy ya no hay nada de eso, no se ve la cantidad de madera, ni cedro, ni caoba ¡Ya se acabó! Puedes construir barcos de “fierro” pero madera ya no.”

A lo largo y ancho de la geografía estatal Don Fernando construyó barcos como en Palizada, también en Cuyo de Ancona y en Ciudad del Carmen, con el arte de quien crea un mil piezas con sinfín de detalles, pero sin borrar de la memoria ninguno de ellos. De ahí que explique la diferencia entre un barco de cabotaje y un camaronero:Los camaroneros son de sesenta pies de eslora.  Los barcos de cabotaje son de ochenta o cien pies, estos servían para llevar carga a Estados Unidos, de ahí venían otra vez”.

Su primera construcción fue una embarcación camaronera, encargo del señor Juan Conde y posteriormente edificó un barco para los moches yucatecos, se llamó ‘El Mérida’ e hizo un trabajo a Luis Durán; cuatro barcos a Mario López y ¡muchísimos más!

 Don Fernando trata de explicar de manera técnica cómo la idea pasaba del  plano a la realidad: “Todos los que tenían astilleros hacían barcos, pero con plantillas, sacaban plantillas y todo eso, plantillas para curvas. Yo no, yo hacía mis planos, trazaba mis planos, hacía mis modelos.  De ahí tenía yo mi escala, tenía escala de barcos camaroneros, cuanto de eslora, con cuidado, puntal, contorno.

Para construir un barco camaronero, hay que saber hacerlo, “por ejemplo qué medidas tiene un barco camaronero,  cuánto le van a dar de manga (es decir, el ancho) ni modo que se le diga ancho, se le llama manga, y con la escala en forma de L, se le da la tercera parte, de ahí se va midiendo y multiplicando”.

Ningún dueño de astillero conocía tan bien el oficio como don Fernando, quien con tan sólo estudiar tercer año de primaria llegó a tener su astillero de barcos camaroneros. Para ello tuvo su porción de litoral, como quien tiene un lienzo en el que dibuja el buque en el que partirán sus sueños.

“Yo me hice de mi terrenito donde estaba mi astillero porque supe que debía ir a la Capitanía de Puerto a pedir permiso, y yo fui, y me dijeron: ¿qué te pasa Fernando? Quiero un pedazo de terreno para poner un astillero, voy a hacer barcos, ¿cómo no? Y me dieron un lugar, y mandaron dos celadores, midieron el terreno, estaba lleno de tunas todo eso, yerba, lo empecé a chapear, mis ayudantes igual, compré herramientas, sierra de cinta, de cepillo, todo eso, y empecé a construir barcos, y de ahí, otro. Entonces vino un gringo, y me dijo que trabajara para él, y le gustó cómo hacía los planos de barcos y me pidió que mandara planos a Estados Unidos, iba yo a la Capitanía de Puerto, me daban permiso, y ese señor  me daba cheques en dólares”

Su hijo Cristóbal fue quien como él aprendió el oficio pero luego este consiguió trabajo en una conocida paraestatal y el siguió solo el oficio. Su rostro se ilumina y se pone contento al recordar “¡Construir barcos! Cuando alguien te encargaba un barco y lo terminabas había fiesta, lechón tostado, cervezas y refrescos.”

Pero la época del camarón cesó y así también las construcciones de barco, lo que fue antes un hormiguero de actividad inusitada a orillas del mar fue haciéndose cada vez menos: “Hasta 1980, fue cuando se quitaron los astilleros de acá, se fueron para Lerma, ahí estuve yo en Lerma, junto a una congeladora, ahí tenía yo mi astillero cerca de esa congeladora, hice más barcos, le hice más a Mario López, el dueño del hotel, creo del Alhambra, de ahí le dejé mi astillero a mi hermano Ricardo, porque yo ya dejé de trabajar. Luego mi hermano vendió la propiedad a Salomón Azar”.

Los riesgos por su oficio han dejado huella: un dolor permanente en la espalda, pérdida de audición por el constante ruido de la sierra al cortar madera, ocasionales migrañas y una piel tostada que contrasta con la luz aceituna de sus ojos.

Tales consecuencias no se comparan con la recompensa de de crecer a sus hijos, “sus muchachos” que le han coronado con el halo honorable de la ancianidad, de nietos y biznietos a sus 91 años.  Así termina de contarnos su historia, una historia que habla de un Campeche ya ido y a la vez presente en cada atardecer, en el retozar de los cayucos de la bahía, que recuerdan las manos artesanales de personas como don Fernando Gómez, carpintero de ribera.